Hola a todos:
Hoy es domingo y todo está cerrado en esta ciudad de provincia, que como si se tratara de las tradicionales capitales costeñas de nuestro país, no acostumbra hacer nada los domingos, con el detalle adicional de que todos los días empiezan a trabajar desde las 9:00 a.m. , cierran de 12:00 m a 2:30 p.m. para almorzar y salen de trabajar muy puntuales a las 6:00 p.m., sin contar que durante verano la mayoría de los locales cierra porque los dueños se van de vacaciones.

El caso es que hoy, por ser domingo, nos levantamos tarde. Desayunamos en el jardín que da contra nuestro pequeño cuartito y mientras nos servíamos sendas tajadas de queso Camembert sobre nuestras Baguettes, conocimos a otro inquilino de la casa en la que estamos viviendo: Sócrata, una gallina bastante intrusiva que en un principio creímos que era gallo. Pero bueno. Si quieren saber cómo llegamos a esto, seguimos con nuestra historia:
La ciudad de los ángeles
Al fin llegamos a Montpellier. Por fin la ciudad que habíamos soñado, donde viviríamos y compartiríamos tantos sueños. La ciudad parecía de juguete: edificios de tono claro, en estilos antiguos y clásicos, atravesados por dos líneas de tranvía, uno azul con golondrinas y otro amarillo con flores, en los que se montaba todo el mundo y pagaba introduciendo un tiquete en una ranura (sin policías, ni nada; demasiada civilidad para nosotros).
Nuevamente suba y baje los 60 kilos de las maletas por toda la ciudad, más los morrales que teníamos al hombro, cada uno de 12 kilos. Sumados, era como si cada uno llevara encima a un muerto del tamaño de Daniel.
Pero era fascinante. Aquí todo el mundo es bonito: asiáticos, árabes, caucásicos, mestizos, mediterráneos, de piel cobriza, japoneses, todos son de una belleza increíble, y con unos estilos increíbles. Más temprano que tarde descubrimos finalmente que todas las razas tienen una belleza característica. También hay muchos árabes (muchísimos), con sus vestidos elaborados de diferentes tipos, según cada país. Incluso los que se acercaban a pedir monedas estaban bien arreglados. Desde el más elegante, hasta el más desarreglado daba una sensación de estilo. Además descubrimos nuevas gamas para el color de la piel; aquí el de piel cobriza la tiene muy cobriza, los negros son muy negros y los blancos son blanquísimos. Era algo increíble en medio de esta ciudad tan Europea, tan elegante, tan a la moda. Pero hasta el momento, poco latino.
A las 5:00 p.m. llegamos al Hostal que ya habíamos reservado desde Bogotá. Ubicarlo fue fácil, pero adaptarse no tanto.
Para resumirles, el cuarto parecía de manicomio: paredes verde clarito, dos camas de metal (por no decirles “catres”), un closet de madera blanco y una silla de madera. Las duchas y los baños eran compartidos y quedaban en el segundo piso, por lo que tuvimos que acompañarnos varias veces a la madrugada porque simplemente no aguantábamos más. De noche el hostal se volvía lúgubre y antiguo, como par pura película de terror. Quedaba junto a una escuela, así que de noche las ventas de los corredores daban contra un patio de escuela oscuro y abandonado.
Todo lo que teníamos de valor debíamos guardarlo en un locker que costaba 1 euro cada vez que abríamos la puerta: al final se nos fueron como 15 euros abriendo y cerrando (sobre todo porque se nos olvidaban los papeles mil veces).
Sin embargo, en medio de tantas caminatas hasta los baños, poco a poco el Hostal se fue volviendo un refugio para nosotros. Después de 6 días se convirtió en nuestra casa: salíamos en pijama, saludábamos a todos, nos lavábamos los dientes en el corredor y ya manejábamos el sistema temporal de las duchas… ¡incluso, el último día, Don Daniel anduvo en toalla por los corredores!
Durante todos estos días el objetivo principal era encontrar un lugar para vivir. Al comienzo no teníamos ni idea de qué debíamos hacer, a quién preguntarle, qué presentar. Las primeras veces quisimos ser autónomos y hacer las cosas por nuestra cuenta. Llamábamos varias veces a apartamentos que estaban arrendando, pero no nos entendían; cuando por fin lográbamos acordar una cita, encontrar con mapa en mano la dirección del lugar y llegar puntuales al punto de encuentro acordado, no aparecía la persona. Volvíamos a llamar y nos dábamos cuenta de que la cita era para el día siguiente. Llegábamos el día siguiente y tampoco aparecía nadie.
En uno de estos encuentros nos llevaron a unas residencias supuestamente “universitarias”, pero el estudio y el edificio parecían una cárcel. Había familias de árabes por todos los corredores y el supuesto balcón daba contra un deprimente parqueadero pasado de moda. La impresión por el sitio fue peor cuando nos enteramos de que en Francia, incluso para el arriendo de un sitio tan lúgubre como ése, se suelen cobrar el primer mes de arriendo, el equivalente a dos arriendos como depósito, la firma de un garante francés, un seguro y los servicios adicionalmente. Además, la Agencia que nos había llevado a conocer el lugar tenía derecho a cobrar hasta 517 euros solamente como “impuesto de la agencia”. En total, ese pequeño agujero nos costaba, el primer mes, alrededor de 1890 Euros. Definitivamente era mucho más para nuestro presupuesto, que era sólo de 400 euros para el apartamento.
De pronto, nos vimos sentados en unas escaleras de la ciudad (no pregunten por qué pero en Montpellier casi no hay bancas), en silencio y absolutamente fatigados, mirando con una mirada perdida a la gente que pasaba, mientras decidíamos qué iba a pasar con nuestras vidas. Tal vez pasamos una dos o tres horas así. No era pereza, sino preocupación. Nos habíamos dado cuenta de que estábamos completamente solos en una ciudad que desconocíamos y todo había resultado muchos más caro de lo que esperábamos, sin contar que a duras penas hablábamos francés. No era tristeza lo que sentíamos sino física preocupación por nuestras vidas. Parecíamos al borde de un precipicio y no veíamos un haz de luz por ningún lado. Finalmente decidimos entrar a una de las tantas iglesias medievales que hay en esta ciudad y rezar, rezar mucho, apretando con fuerza el rosario que la mamá de Daniel le había escondido en la maleta antes de viajar, como si se tratara de un seguro de vida secreto que sólo las mamás conocen.
La moral estaba por el piso. Con las caras largas íbamos recorriendo el centro histórico poco a poco, como dos conquistadores perdidos en un Nuevo Mundo desconcertante. No decíamos nada, pero las dudas volvían lentamente a abordarnos. Entonces lo vimos. Era un arco del Triunfo que se dejaba ver magnífico al fondo de la avenida. Fuimos a verlo fascinados, y descubrimos tras de él el Parc du Perou, un parque enorme rodeado de árboles, con una enorme estatua de Luis XIV en el centro. Al fondo, una cúpula y un acueducto romano construidos por el mismo Rey Sol en el siglo XVI, desde donde se puede ver todo Montpellier, con sus casa antiguas y modernas, sus iglesias y su cielo azul, que aún no deja de impresionarnos. Entonces se borraron todas las penas. Estábamos en Europa y eso era lo importante. No importaba dónde íbamos a vivir: fuera lo que fuera, era parte de lo que habíamos elegido, y ese único parque era lo que hacía que todo valiera la pena. Estábamos viviendo nuestro sueño y era hora de gozárnoslo. Estábamos felices, juntos, en una ciudad de ensueño. Aún hoy, en los momentos oscuros, vamos a ese lugar para cargarnos de energías.

Después de varias conversaciones forzadas, de intentos para hacernos entender y sobre todo, para entender a los otros, decidimos cambiar de estrategia. Aquí todo se hace por teléfono y principalmente por teléfono celular. A punta de llamadas desde cabinas telefónicas nos íbamos a quedar sin nada en pocos días, sobre todo si el arriendo de un mes nos iba a costar lo que inicialmente habíamos presupuestado para tres meses.
El tiempo se nos acababa, los días pasaban y seguíamos en punto muerto. Una tarde Sofía tuvo que volver al hostal porque un ataque de jaqueca le estaba atravesando el cerebro y Daniel decidió salir a la calle en busca de un latino, por lo menos uno que pudiera ayudarnos. Preguntó en todas las puertas y finalmente encontró uno que otro, chilenos principalmente. Pero su ayuda fue poca e incierta. Fue así como conocimos La Rioplatense, un restaurante de carnes cuyo propietario es un argentino, a donde verano tras verano suelen llegar los latinos extraviados como nosotros.
Cuando ya nos faltaban solo 3 días en el hostal, encontramos una postal que nos había entregado Juan Felipe (Lifespring) con algunos contactos escritos y que, por bobos, habíamos olvidado en la mochila. Estábamos cansados de tanto caminar por la ciudad (todo lo hacíamos a pie, en medio del verano), y ya comenzábamos a preocuparnos, sobre todo con el hecho de que nunca encontrábamos en el mapa las direcciones que nos daban. Cada vez veíamos en las calles más estudiantes en las mismas que nosotros y sentíamos que el tiempo se nos estaba acabando.
Decidimos entonces llamar a los contactos de Juan Felipe. Ya estaba por oscurecer. Daniel Salió corriendo a la cabina telefónica que quedaba frente al hostal y después de varios intentos contestó Françoise, un profesor de escuela francés que sin pensarlo dos veces cuadró una cita con nosotros en un franco-inglés muy enredado. Nos recogió frente al Parc du Perou media hora más tarde y nos llevó a su apartamento. Después de un tiempo, caímos en cuenta que estábamos en el apartamento de un señor que no conocíamos, haciéndonos entender en tres idiomas diferentes, bebiendo vino, comiendo quesos y oyendo The Beatles. Sin duda, fue uno de los momentos más especiales para los dos, y uno de los más agradecidos. Por una tarde ese hombre que desconocíamos, ese ángel repentino, ese francés de mirada tierna y axilas rancias, nos trajo un momento de paz a nuestro corazón, sobre todo cuando sacó la guitarra y empezó a tocar “Something”, de los Beatles.
Ahora todo estaba mejor. Poco a poco comenzamos a gozarnos la ciudad un poco más. Apaliados y todo por la constante cargada de maletas, pero felices. Por medio de Françoise, con quien seguimos hablando todo el tiempo, conocimos a Greta una colombiana que hace 16 años llegó a Francia para estudiar y hoy en día ya tiene dos niñas francesas. Ella se ha convertido en nuestra hada madrina. Nos ayudó con información de lugares clave para estudiantes, de supermercados baratos y nos prestó su celular por tiempo ilimitado. Un día, caminando por una calle de Montpellier, nos dijo:
-Creo que aquí vive Mario Ossa, un colombiano que conoce mucha gente.
-¿Por qué no le timbramos?, dijo Dani
-¿Será?... bueno veamos a ver si está.
Así fue como conocimos a Mario, un paisa bohemio, artista, que recién llegaba de Colombia de construir una casita a las afueras de Manizales y que además de brindarnos toda su ayuda, nos consiguió el lugar donde hoy vivimos y desde donde les estamos escribiendo. Es un tipo delgado, de andar pausado, que perdió a su hijo hace algunos años en una tragedia, cuando éste llevaba a su novia francesa a conocer Colombia. Pasamos una tarde muy agradable con Mario y con Gretta, pero seguíamos en las mismas, y al día siguiente debíamos dejar el hostal.

Pero algo más debía pasar. No podíamos seguir pagando el hostal pues salía caro, aunque Daniel ya había preguntado cuánto costarían unos días de más, porque no teníamos a dónde más ir. Entonces, Sofi entró al maravilloso mundo de Facebook y Voila! La divina providencia volvió a estar de nuestro lado. Una amiga del colegio le había escrito a Sofi sobre Luisa Granados, quien estaba viviendo en Montpellier en ese mismo instante.
Desde el hostal, Sofía le escribió a Luisa, y a los cinco minutos recibimos la llamada de dos personas con quienes hicimos una amistad para toda la vida. Pero bueno. Esa parte ya queda para la próxima entrega, porque ya deben estar cansados.

En la próxima entrega, ¡Nos echaron del hostal!, además, conocemos al tío Luc, un enigmático y oscuro personaje que nos hace una jugada sucia. Nuevos momentos de desesperación, pero también lo más emocionante… el mar mediterráneo. Todo esto en la próxima entrega de nuestra historia.